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Saturday, June 25, 2016

Barrio chino y xenofobia


Desde que alrededor de 1847 comenzaron a llegar a Cuba los culíes procedentes de Hong Kong, Macao, Taiwan, Cantón y Fujián, y luego los miles de chinos que huían de la discriminación en los Estados Unidos, se sentaron las bases para la consolidación de un grupo étnico que se uniría a africanos y españoles en la definición del cubano. Afrocaribeños angloparlantes, haitianos y judíos europeos llegarían simultáneamente o más tarde para seguir añadiendo variedad, principalmente a La Habana, a una isla que dada su posición geográfica y su tamaño, recibía los movimientos migratorios espontáneos, en busca de mejoramiento, que son la esencia del desarrollo social y cultural.

El Barrio Chino habanero, que ya a finales del siglo diecinueve se consideraba el segundo más importante del Occidente después del de San Francisco, era un excelente indicador de la pujanza con la que los movimientos migratorios otorgaban a La Habana sus misterios y leyendas. Sus comercios, restaurantes, cines y espectáculos añadían encanto a la cotidianidad de una ciudad vibrante.

Desde finales de los años cuarenta operó allí el Teatro Shanghai (se supone que así decía el letrero, aunque todos decían el changai). Famoso por sus espectáculos porno bufos, presentados como bataclán o vodevil, que utilizaban un humor paródico de grotesca sublimidad. Entre sus amenidades estaba la del famoso Supermán, de quien se cuentan muchas cosas, casi ninguna verificable, lo que suma al mito, el hombre de una verga de dieciocho pulgadas, pero ¿quién la midió? Supermán fue inmortalizado, primero por Graham Greene en Nuestro hombre en La Habana y luego por Francis Ford Coppola en la saga de El Padrino. Ya tiene su lugar en el eterno mundo de la imaginación y de los sueños.

El bullicio y el hervor terminaron poco después de 1959. Los chinos comenzaron a emigrar y ya ninguno llegaba. El barrio chino que yo conocí a mediados de los sesenta, todavía poseía su encanto peculiar. Un grupo de amigos descubrimos que el cine Aguila de oro exhibía películas de Kung Fu y de Karate, que estaban prohibidas por el ICAIC y no se proyectaban en los cines habaneros. Creo haber visto al legendario Bruce Lee en películas producidas en Hong Kong a finales de los cincuenta, antes de que fuera famoso, pero no lo puedo asegurar, porque entonces no se le conocía.

Adolescentes hambrientos de ese cine de artes marciales que atraía a todo el mundo, del cual en Cuba oficialmente solo se exhibían filmes japoneses serios como El Bravo y Sanjuro, y menos “serios” como la serie de Ichi, el esgrimista ciego, acudíamos al Aguila de oro con fervor de fanáticos. La tarea era difícil pues las películas eran habladas mayormente en cantonés y entonces se le ponían subtítulos en mandarín, inglés y español, por lo que quedaba visible en la pantalla solo un pequeño cuadrado, resultando que a veces solo podíamos atisbar un pie que golpea el aire, una muñeca que le da a un pecho, pero se nos confundía la trama porque no sabíamos quién golpeaba a quién hasta finalizada la contienda.

A la salida, y más o menos hasta 1968, tratábamos de negociar con algunos de los chinos que, sentados en los escalones de entrada a los edificios, en silencio, aparentemente ajenos los unos de los otros, leían el Kwong Wah Po, el Man Seng Yat Po, el Hun Men Kon Poi o el Wah Man Sen Po (nombres que no conocía entonces, solo me llamaba la atención que los periodiquitos eran de tamaños diferentes), según sus intereses o inclinaciones políticas, para comprar en bolsa negra frijolitos chinos, o cebollinos, o latas de atún, o aceite de maní, que ya no existían en las bodegas cubanas, pero que se les vendían exclusivamente a los chinos en las tiendas del barrio.

Después de la “Ofensiva Revolucionaria” ya no fuimos más. Los chinos salían a hacer bolsa negra fuera del barrio y a la policía no le gustaba que los que no fueran chinos se pasearan por allí. A la larga, el barrio chino habanero se fue convirtiendo en lo que es hoy en día, menos que una caricatura de sí mismo, un borrón sin cuenta nueva. Un lugar señalizado por el “Pórtico de la amistad” donado por el gobierno chino, que da lo mismo si usted lo cruza de entrada o de salida, porque en ningún lado encontrará chinos.

El isleño es, por circunstancia, aislacionista y el ser humano, por naturaleza, no acepta la diferencia, eso se aprende después. Durante estos cincuenta y siete años el gobierno ha manipulado la inmigración para sus fines políticos. El país se cerró, solo pueden entrar, a cuenta gotas, los extranjeros seleccionados y autorizados por el gobierno, para eso en número reducido y por lo general, de paso. Ya en Cuba no existe confluencia de culturas, sino que se ha tratado de crear un proyecto de hombre a partir de la endogamia ideológica y cultural. Un proyecto condenado al fracaso desde su fundación.

Aunque nuestra xenofobia se mostraba con la ligereza de los apodos (ya que a todos los descendientes de asiáticos se les decía “chinos, o “paisanos”, o “narras”, a los de españoles se les apodaba “gallegos” sin importar que vinieran de asturianos, o de canarios y a los de jamaicanos se les nombraba “pichones”, todo esto sin tener en cuenta cuantas generaciones llevaban sus familias en Cuba, lo cual a pesar del tono cariñoso y sarcástico con el que se hacía no lo convertía en menos discriminatorio),  no me queda duda de que esto ha ido incrementando ese sentimiento y ha transformado al cubano en un ente inconscientemente xenófobo y provinciano. Muy adulón de cualquier extranjero porque en estos momentos representa algo desconocido a lo cual no se puede aspirar o la posibilidad de jineterismo, pero en su mayoría, una vez fuera del país, los cubanos se aíslan del resto de las comunidades que les rodean y se relacionan con ellas basándose en el desprecio o el temor a lo enigmático. Es el único propósito que el gobierno ha logrado con éxito tras tantos años. La carencia de una mezcla racial dinámica, por otra parte, daña el sistema inmune nacional.

La evaporación del barrio chino refleja los efectos devastadores de esa política. Hoy, el Aguila de oro no existe. Su lugar lo ocupa la galería “Arte Continua”, reservada para eventos auspiciados por las organizaciones culturales gubernamentales, como muestras de arte francés. El Teatro Shanghai fue derrumbado (o se derrumbó solo) y en el sitio que ocupaba, Zanja entre Campanario y Manrique, se erige una estatua de Confucio, donada por una sociedad china, con un lema que dice: “Cada cosa tiene su belleza, aunque no todos pueden verla”.

Quizá, Raúl Castro entre sus cambios y sus convocatorias al turismo, deba contemplar edificar, tras la estatua de Confucio, un nuevo Shanghai, para que vuelvan a resonar, como espíritu liberador, versiones de Don Juan con versos como los que a hurtadillas escuchó de niña la actriz Yolanda Farr (nieta de José Orozco, dueño del teatro) y que cita en su blog: “Pero Don Juan soy doncella/ ¡La cabeza nada más!/ Nada nada, toda ella/ y los cojones detrás”.


Roberto Madrigal

Tuesday, June 7, 2016

El ajedrecista que se atrevió a ser disidente


Ha muerto quien al decir de Leonard Barden fue el más grande ajedrecista que jamás fuera campeón mundial. El lunes 6 de junio, tras seis décadas de batallas en el tablero y alrededor del mismo, después de una apoplejía que lo confinó a una silla de ruedas y le atrofió el habla, murió, en Wohlen, un pueblo cercano a Zurich, a los 85 años, el gran maestro ruso Victor Korchnoi.

Apodado “Víctor el Terrible”, no solamente por su intensa combatividad ante el tablero, sino por su carácter amargado y su actitud siempre controversial, Korchnoi nació en lo que se conocía entonces como Leningrado, en un crudo invierno de 1931, producto de una unión improbable: su padre era polaco y católico y su madre era judía rusa. Se inició en el ajedrez a los trece años, durante el sitio nazi a la ciudad. Era entonces un joven hambriento que estaba interesado en la declamación, el piano y el ajedrez, pero como tenía una voz pésima y no había piano en su casa, se decidió por el ajedrez. Quizá estas circunstancias expliquen la fundación de su personalidad.

Fue campeón soviético en cuatro oportunidades entre 1960 y 1970, en una época en la cual coexistieron en ese país los talentos más grandes de la historia del ajedrez, ente los que se contaban Tal, Botvinnik, Petrosian, Spassky, Stein, Polugaevski, Geller, Smislov, Taimanov, Bronstein y muchos otros genios. Ganó una casi infinita cantidad de torneos internacionales de primera línea, entre ellos la segunda y la séptima edición del Capablanca In Memoriam, en los años 1963 y 1969 respectivamente (en esta última lo hizo empatado con Alexei Suetin), pero alcanzó su protagonismo más grande en sus encuentros con Anatoly Karpov, con quien se enfrentó tres veces por el título mundial (aunque en la primera batalla en 1974, el título se le cedió a Karpov al año siguiente porque Fischer renunció a defender su título).

Siendo Karpov el favorito de la burocracia soviética, la federación de ajedrez le puso obstáculos a Korchnoi durante el match, no permitiendo a ningún gran maestro soviético que asistiera como entrenador a Korchnoi. David Bronstein se atrevió, y como confesó en su libro Secret Notes publicado en 2007, fue castigado por ello y además lo forzaron a jugar un torneo antes de que comenzara el match en 1974. Finalmente, Korchnoi, quien jugó casi todo el encuentro solo contra Karpov y su ejército de asistentes, consiguió la asesoría de los británicos Raymond Keene y William Hartston, ya tarde. Perdió  12.5-11.5.

Después de este match, la mayoría de los grandes maestros soviéticos, liderados por Tigran Petrosian, hicieron declaraciones públicas en contra de Korchnoi y la federación le prohibió jugar torneos internacionales. En 1976, tras conseguir jugar un torneo en Amsterdam, Korchnoi decidió desertar y radicarse primero en Holanda, luego en Alemania Occidental y finalmente se estableció en Suiza, donde vivió desde 1978 hasta esta semana. Atrás quedó su esposa Bella y su hijo Igor, quien fue a parar a la cárcel en venganza perpetrada por el gobierno.

Poco antes de su segundo match con Karpov, en 1978, comenzó la lucha porque liberaran a su hijo y el gobierno soviético le prometía liberarlo y luego se lo negaba. Bajo estas circunstancias se enfrentó a Karpov, tras arrasar con Petrosian, Polugaevski y Spasski en el torneo de candidatos. El encuentro tuvo lugar en Baguio, Filipinas y se convirtió en un gigantesco show mediático y político. Hubo quejas de que los soviéticos instalaron un hipnotizador en el público y que le mandaban señas secretas a Karpov. Korchnoi exigió ubicar unos espejos en el escenario y que se hicieran radiografías de las sillas antes de cada juego por temor a que los soviéticos hubieran instalado dispositivos de causar ondas magnéticas o de hacer sonidos cuando le tocara el turno a de jugar a él. El tope se extendió a 32 juegos y Karpov resultó vencedor al ganar seis partidas contra cinco Korchnoi y entablar veintiuna.

El siguiente encuentro por el campeonato mundial tuvo lugar en Merano, Italia, en 1981. El hijo de Korchnoi seguía preso y en una jugada viciosa, fue liberado y forzado a enrolarse en el ejército, con lo cual no se le permitió abandonar el país. “La masacre de Merano” terminó con un triunfo de Karpov en dieciocho partidas. El campeón ganó seis y Korchnoi solamente dos. Tenía ya 50 años y cinco años de batalla contra el aparato soviético.

No obstante, Korchnoi se mantuvo jugando a los más altos niveles hasta bien entrados los setenta años. En 1984 se enfrentó a Gary Kasparov en el torneo de candidatos. El encuentro debió realizarse en Los Angeles, pero los soviéticos no permitieron que Kasparov fuera, alegando la ventaja política del “desertor y traidor” Korchnoi en pleno corazón del “imperialismo”. El triunfo le fue adjudicado a Korchnoi por abandono de su oponente, pero este se negó a ganar de esa manera y aceptó que el evento se trasladara a Londres, en donde fue derrotado con facilidad por Kasparov. En 2006 ganó el campeonato mundial para seniors, en el cual participaron jugadores de la envergadura de Yanis Klovan, Vlastimil Jansa y Yevgueni Vassiukov. A los 75 años todavía ocupaba el lugar 85 en el ranking de la FIDE.

Korchnoi fue un hombre amargado Su carácter se reflejaba en su juego, que era agresivo y complicado, a veces incomprensible. No tenía buena opinión de ninguno de sus oponentes, de quienes decía (y esto incluía a Petrosian y a Tal entre otros campeones mundiales) que eran jugadores inferiores. Se le consideraba arrogante y desdeñoso. Lo fue.

Solamente reconoció como sus grandes influencias a Mijail Botvinnik y a Emmanuel Lasker, este último en el aspecto psicológico. De  los contemporáneos solamente respetaba a Fischer, de quien consideraba que su nivel era “de otro planeta” y a Kasparov. Ni siquiera Spasski, su amigo de la infancia, se salvó de su azote verbal.

Durante el Capablanca de 1969 andaba yo en compañía del maestro internacional español, ciudadanizado cubano, Francisco J. Pérez, cuando nos tropezamos con Korchnoi a la salida del Salón de Embajadores del hotel Habana Libre. Pérez lo conocía y mezclando ruso con francés le preguntó que cómo se las arreglaba para mantener esa actitud beligerante ante sus oponentes y Korchnoi replicó que cuando se sentaba al tablero, minutos antes de comenzar, se concentraba pensando que su contrario de turno era su enemigo mortal, que le había mentado la madre y piropeaba a su esposa.

Controversial y difícil de sobrellevar, no todo fue heroísmo en su vida. Cuando finalmente, en 1982, liberaron a su hijo y lo dejaron salir junto a Bella, la esposa de Korchnoi, este no fue a recibirlos al aeropuerto, sino que envió a un abogado con una demanda de divorcio para que esta la firmara. Igor nunca más habló de su padre en público.

Se mantuvo como fiel enemigo de la Unión Soviética hasta que esta desapareciera antes que él. Detuvo a un entrevistador que mencionó la palabra emigrante refiriéndose a él, para aclarar que lo suyo fue deserción y exilio en protesta contra las autoridades soviéticas porque no podía vivir en un país que no respetara la individualidad.

Korchnoi fue un hombre de grandes contradicciones entre el protagonista público, el individuo privado y el ajedrecista. Jugó más de cinco mil partidas en torneos oficiales y mantiene record positivo contra muchos de los grandes campeones de todos los tiempos (Tal, Petrosian y Spasski). Tesonero y siempre abierto a aprender, Vassiukov calificó su juego como “falto de armonía interna” pero agregó que como “el gran luchador y deportista que era, fue capaz de sobreponerse a sus limitaciones”. Acaba de morir un grande, un hombre que tuvo que enfrentarse tanto a sí mismo como a la época que le tocó vivir.


Roberto Madrigal